Recién abandona la sala del teatro el tumulto de gente hostil y ahora Saer no tiene palabras para nombrar su suerte. Cuando está pensando en la inútil sombra que va empezando a trepar por su espalda, a doblarle la marca de los relojes, puede comprobar el caos. Tiene que romper los lazos de la noche, tiene que encarnar al hombre de su vejez, sin importar las consecuencias. La gente que lo retrasa y lo envuelve en el lugar corrompe su pensamiento hasta vaciarlo de ideas. En la primera caída hunde el dolor de sus huesos, sin más juventud que la que aflora en el recinto de su garganta. Cuando había guardado su fe, cuando lo pensado se arruinó, sintió que la noche ya no era un estado del tiempo. Ahora, la leve soledad que lo inunda tiene la edad antigua de los relatos. Ojos de horizonte descubierto, ojos de la espada. Cruel sabiduría, tardío entendimiento, no hay más que discursos entramados. La gente hostil es la dueña del mundo, otra llanura se empantana. Esa cosa muerta que ha ganado su espalda hunde una lectura del miedo y la inmersión en el olvido resulta irreversible para este hombre. Sangre y sombra, lenta canción que llega desde el aire. Espejo que muestra en la cruz de sus manos la verdad sedienta de bestialidad.
(Teatro de Cuentos. Acto XXI)