MACEDONIO HERNÁNDEZ


Cuando niño, Macedonio Hernández supo intentar las hazañas reservadas a los cronistas de inventos. Para sustentar tal designio relevó las trazas ferroviarias abandonadas por el Imperio. Su tesis vinculaba el aislamiento de estas geografías con estrategias tendientes a relegar del mundo a los mejores inventores de la colonia.

Se ha dicho entonces que Macedonio decide la exploración de estos parajes para acopiar sucesos probatorios y, consecuente con la sustancia investigada, él mismo aprende los oficios del inventar. Su primer ensayo conduce a la creación de un medio de transporte que lo guiará sobre los rieles oxidados. De tal elucubración resultó inventado el hoy ya célebre y alabado Locomotrén.

"Si me buscan, dirá Macedonio a su perro Abecedario al momento de iniciar el viaje, hazte el perro tonto".

Se ha pensado que Abecedario lo increpó con su mejor mirada lamentable y Macedonio comprendió que era mejor dejar una nota clavada en la puerta que dejar un perro a merced del olvido.

Y así fue como se fueron los tres: Macedonio, su perro Abecedario y el celebérrimo y alabado Locomotrén a fundar anclas de cuento en los andenes de ignotas inventaciones.


(Teatro de Cuentos. Acto XXIII)


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Camino siguiendo los pasos que inventa Macedonio Hernández. Me detengo y observo. Macedonio lee un libro. Sé, por artilugios de narrador, que el libro es "No toda es vigilia la de los ojos abiertos". Macedonio también se detiene e inventa lo que usted verá alguna vez. Macedonio Hernández observa al otro Macedonio, al del libro. El otro Macedonio inventa "un padre y un niño de doce años que pasean al borde del mar". Los dos vemos al otro Macedonio cuando observa "al niño que, en un impulso por alcanzar una mariposa, se desprende de la mano del padre y resbala al mar". El otro Macedonio, sabedor del pasado ilusorio, revela lo que ha sido: "El padre se lanza al agua y logra asir al niño por los cabellos y retenerlo, pero muy poco nadador y molestado por la ropa pronto está extenuado y húndese, se ahoga y suelta los cabellos del niño. Perecen los dos".

Macedonio Hernández sigue los pasos del otro Macedonio. Se detiene y observa. El otro Macedonio se desune del mar pensando: "Nunca sucederá, en el minuto inmediato y en todo el futuro, que ese niño logre comunicarse al padre, decirle: -Padre mío, ¿cómo es que me soltaste de la mano? ¿Es que ya no me querías?"

Los dos Macedonios ya se han ido, el uno a las vías del desierto, el otro a las páginas del libro donde ha cifrado: "Cesar eternamente la personalidad del padre sin poder decir al hijo que no esté en él el horror de creer que su padre lo dejó morir, qué tormento en el padre, qué desmayo en el hijo de toda fe en su padre. No lo puedo creer".

Los dos Macedonios ya se han ido. Yo continúo en el borde del mar, inmóvil, en el borde del mar.

El padre y el hijo ya se han ido. Yo continúo en el borde del mar mirando, azorado, esa mariposa. Esa mariposa que permanece inmóvil en el aire y en el tiempo. Yo sigo observando esa mariposa que ha inventado un horror y que, petrificada por el espanto, cargará la eterna responsabilidad de un instante.

Porque cuando ya no estemos, porque cuando ya ni el mar exista, esa mariposa seguirá flameando estática sobre el invento de los relatos.


(Teatro de Cuentos. Acto XXIII)