Llega Dios a la ribera y dice “La resurrección del monstruo implica la recreación del hacedor”.
Dios se le arrima y comenta “Advenimiento de bestias que mueren de pánico”.
Del agua marrón de un río marrón emerge Dios y agrega “De un suicidio al corazón, lejos de los altares, ha muerto un triste hacedor de estrellas”.
De la nada se sustancia Dios y, en leve voz, acota “Mucho ojo cerrado no hace un sueño”.
Dios le susurra, con timidez adolescente, en los oídos “Hay una mujer asomada en la ventana. Hay un jardín. Hay cintas azules enhebrando el pelo de la mujer. Veo el sueño, no estoy en él”.
Desde el aire Dios habla “Tu creencia sabe a humo de infierno”.
Anochece Dios, mientras se aproxima da palabra “La realidad es cuento, vínculo creado entre accidentes del lenguaje. La luz de los ojos, aquella rama navegando a la deriva, los pies de esa mujer, esta sombra en el muro”.
Llega Dios a la ribera, los abraza paternalmente y les dice “¿En qué lugar se inventa la realidad? ¿Existe un árbol de la realidad? ¿Existe una grieta en la llanura? ¿Una garganta? ¿Una pluma? ¿Un yo?
Después, y antes, sólo hay rayos de luna reflejados en los espejos del río.
(Teatro de Cuentos. Acto VI)
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En las esquinas del universo los demoni(ñ)os se burlan de él. El pobre Hacedor fracasa siempre. No logra concebir un solo objeto, una sola creatura que resista eternidad.
En su impericia, el obrador de milagros fugaces, se condena a la soledad más infinita.
Los muy guachos le pinchan el ojo, le adjudican religiones y lo engañan con relatos que cuentan la historia de mundos obscenos donde rebaños de bípedos aberrantes lo idolatran y lo niegan.
(Teatro de Cuentos. Acto XV)