Hubo una vez, hace tanto que ni usted ni yo nos recordamos.
Hace tanto que una vez usted y yo nos conocimos sin llegar a conocernos que he perdido la cuenta de lunas nuevas.
No sé si a esta altura usted estará, viejo y calamitoso, rondando trapecios de carpas sin circo. No sé si a esta altura yo estaré en alguna parte.
Pero al fin, la espera se luce, eterna y orbital, en el cielo donde no hay nada.
Dicen que dicen que uno de nosotros, no sé quién ni atañe saber, escribió en efímeros soportes de nada:
“Mierda. Esperando otra mierda de luna nueva que me sugiera palabras para expresar lo que siento. Mierda, la luna no viene.
Un mal de silencio: una estatua inconclusa que flota de aire, que vuela como si volara sin espacio, que arquea mal el lomo como si de tiempo fuera su espalda.
Tinta de silencio.
Escritura dormida.
Tintas del silencio.
Un mal de lomo siempre arrinconado contra el horizonte, siempre a punto de caerse. Y siempre amaneciendo.
Decreto para usted, malandra de alcantarillas, peripatético llorón de lunas nuevas, decreto para usted, “El contar de los contares”.
Y a la mierda. Escuche, ampliamos el mapa para cobijar sus cuentos. Deje de llorar, escriba. Después lloramos de nuevo otra luna nueva.”
Ya no sé si usted dejó de llorar. Ya no sé si escribió los cuentos que tenía que escribir. Ya no sé si alguna vez lloramos de nuevo otra luna nueva. Y usted verá que ya no está en este relato. Pero en este instante quisiera ver el lugar al que nunca fueron las tintas del silencio.
Me dicen que la luna ya no es nueva en ningún mapa de cuentos. Usted entiende, el olvido es una forma del retorno. Pero igual yo quiero ver qué hay del otro lado del olvido. Eso quiero. Ver. Quiero ver una torre llegando hasta el cielo. Porque yo estaba en otra parte cuando la torre llegó hasta el cielo.
(Teatro de Cuentos. Acto XIV)